Homilía
XXXI Domingo del tiempo Ordinario
Ciclo A Mal 1, 14-2, 2. 8-10; 1 Tes 2, 7-9. 13; Mt 23, 1-12.
“Que el mayor de entre ustedes, sea su servidor” (Mt 23, 11).
Recordemos que la palabra “sínodo”’ significa “caminar juntos”. La Iglesia, como tal, no podría existir sin la sinodalidad, pues si cada uno camina en su dirección no hay unidad posible.
El Concilio Vaticano II vino a recordar una verdad fundamental de la Iglesia, es decir, que somos el Pueblo de Dios, un pueblo que camina en la unidad de la fe; un pueblo en el que existen los carismas y los ministerios.
Todos tenemos carismas, es decir, los dones que el Señor nos ha dado a cada uno para ponerlos al servicio de los demás.
En este Pueblo de Dios tenemos igualmente los ministerios, los cuales son los servicios que se encomiendan a distintos cristianos en favor de la comunidad, entre los cuales sobresalen los ministerios encausados al gobierno, al magisterio y a la santificación de la Iglesia, como lo son el papado, el episcopado, el presbiterado y el diaconado.
Este Sínodo ha vendido a recordarnos que todos somos iguales dentro del Pueblo de Dios, aunque con distintos ministerios y carismas. Es por eso que esta asamblea contó con la participación, no sólo de obispos, sino también de presbíteros, religiosas, religiosos y laicos. Tuvo además una etapa diocesana, una nacional y una continental antes de llegar a la etapa universal, que recogió las reflexiones y propuestas de todos los niveles.
Ahora se espera una segunda vuelta de todos los niveles antes de llegar al segundo momento de Sínodo universal, con lo que queremos tomar el pulso del mundo y de la Iglesia, para dar una mejor respuesta evangelizadora y pastoral en el futuro próximo.
Lo mismo puede decir Jesús de los ministros de la Iglesia de todos los tiempos, al igual que la de hoy.
Oremos por la santidad de nuestros ministros, pues, como dice el dicho “las palabras mueven, pero los ejemplos arrastran”.
Por tal motivo, espero que todos los ministros de la Iglesia y cada cristiano podamos hacer nuestras las palabras del salmo 130 que hoy proclamamos: “Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos soberbios; no pretendo grandezas que superen mis alcances… Señor, consérvame en tu paz”.
El mismo apóstol san Pablo dice a los corintios: “Porque, aunque tengan diez mil maestros en Cristo, no tienen muchos padres; pues yo los engendré para Cristo Jesús por medio del evangelio” (1Cor 4, 15).
El nombre de “guía” lo aplicamos especialmente a los guías turísticos, aunque este servicio se puede aplicar a muchas áreas de la vida; en nuestra Iglesia de Yucatán llamamos “guías” a los catequistas de los adolescentes también.
Si los ministros de lo civil se han de considerar servidores del pueblo, sin derecho a buscar riqueza, ni mucho menos a ignorar o maltratar a los más pobres de la comunidad, con mucha más razón aún los ministros de la Iglesia estamos llamados a la humildad en el ejercicio de nuestro ministerio, a respetar la dignidad de todos los miembros del pueblo de Dios, especialmente de los más pobres, los más pequeños y necesitados de la comunidad.
Solemos llamar madre a las religiosas, porque en ellas queremos ver encarnado el amor maternal de la Iglesia; sabemos incluso que algunas de ellas se han ganado ese título de una manera extraordinaria, que trasciende las fronteras de la Iglesia, como la madre Teresa de Calcuta, la cual es llamada madre por propios y extraños.
Como dice san Pablo a los tesalonicenses en su primera carta, que hoy escuchamos: “Los tratamos con la misma ternura con la que una madre estrecha en su regazo a sus pequeños” (1 Tes 2, 7).
Ojalá que en verdad la Palabra de Dios, día con día, siga actuando en todos ustedes hermanos creyentes, así como en nosotros los ministros, los servidores de esta Palabra.
Arzobispo de Yucatán
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