Un estudio con 81.000 mediciones arqueológicas revela cómo la agricultura, la urbanización y la caza alteraron la evolución de vacas, zorros y aves

Durante el último milenio, los humanos transformaron el tamaño de los animales de forma radical y opuesta: mientras las especies domesticadas —como vacas, ovejas y gallinas— se volvieron más grandes para satisfacer nuestras necesidades, los animales salvajes —ciervos, zorros o aves— se encogieron como respuesta a la presión humana. Así lo confirma un estudio liderado por el arqueólogo Cyprien Mureau, de la Universidad de Montpellier, que analizó 81.000 mediciones de restos óseos en 311 yacimientos del sur de Francia, trazando un patrón claro: nuestra actividad moldeó su evolución.
Los resultados, publicados en la revista PNAS, muestran que la selección artificial favoreció rasgos útiles para la humanidad. «Más carne, más huevos, más lana», explica el equipo. Generación tras generación, los animales de granja fueron criados para ser más grandes, hasta dominar los ecosistemas. Hoy, la biomasa de las gallinas domésticas triplica la de todas las aves silvestres juntas, un dato que ilustra el desequilibrio creado. En el extremo opuesto, la fauna salvaje enfrentó la pérdida de hábitats, la caza intensiva y la fragmentación de sus entornos, lo que las obligó a adaptarse con cuerpos más pequeños para sobrevivir con menos recursos.
La huella humana: agricultura, ciudades y un planeta en miniaturización
El estudio reconstruyó 8.000 años de cambios ambientales —clima, vegetación y uso del suelo— y encontró un punto de inflexión: el auge de la agricultura y la urbanización aceleró estas tendencias. A medida que las ciudades crecían y los campos se expandían, los ecosistemas naturales se contraían. «La naturaleza se redujo, literal y figuradamente», señalan los investigadores. Los ciervos, zorros y aves salvajes no solo disminuyeron en número, sino que su tamaño corporal se achicó como respuesta a un mundo cada vez más hostil y controlado por el ser humano.
Pero el fenómeno no se limita a Europa ni al pasado. Investigaciones recientes revelan efectos similares en otras especies: los frailecillos (aves marinas) y las golondrinas de acantilado son hoy más pequeños, y los peces capturados en exceso han reducido su tamaño en un 20%, con ciclos de vida un 25% más cortos. «Estamos redefiniendo la evolución a escala global», advierte Mureau, «y lo hacemos sin entender del todo las consecuencias».
El riesgo oculto: romper los engranajes invisibles de la naturaleza
Un hallazgo inquietante, respaldado por un estudio de 2021, es que las especies sin beneficio directo para los humanos suelen ser clave para la estabilidad ecológica. Parásitos, insectos o plantas «inútiles» cumplen roles críticos en cadenas tróficas o ciclos de nutrientes. «Su desaparición puede desestabilizar ecosistemas enteros», alertan los expertos, «incluidos aquellos de los que dependemos, como los cultivos o la pesca».
El trabajo de Mureau subraya una verdad incómoda: nuestra influencia evolutiva es más profunda de lo que creemos, y sus efectos, a menudo irreversibles. La pregunta que deja abierta es si podremos corregir el rumbo antes de que el planeta —y sus habitantes, grandes o pequeños— paguen el precio.
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